martes, 3 de agosto de 2010

Madres e Hijas, amor y odio para toda la eternidad

Amor-odio, aceptación-rechazo, alejamiento-acercamiento, son sentimientos que caracterizan, con mayor o menor intensidad, al vínculo más profundo que existe en la vida de toda mujer: la relación con su madre.


La idolatramos de niñas, la aborrecemos en la pubertad, nuestra enemiga en la adolescencia y, si todo anduvo más o menos bien, la comprendemos y valoramos de adultas, acercándonos más a ella.



Pero el tiempo pasa y llega el momento de preguntarnos: ¿qué sucede cuando se es madre? En la mayoría de los casos, cuando ha habido una buena relación, ésta se estrecha aún más, es un momento de acercamiento y de reencuentro, nos damos cuenta de la complejidad que representa “hacer” personas, criar seres humanos. Sin embargo, una mala relación ocasiona un daño muchas veces irreparable.



La relación madre-hija se encuentra casi siempre en los límites; es indefinible e inalienable. Es diferente, incluso, entre hermanas. Como todo vínculo en crecimiento, es mutante: transforma y se transforma. Es necesario darnos la oportunidad de revisarla y, de ser necesario, modificarla o transmutarla en otra cosa.



Las mujeres construimos en dicha relación nuestro “yo” y nuestra identidad femenina. Por ello cuando la madre muere y queda la hija por ejemplo con 15 años, sin una figura sustituta fuerte, queda un agujero en el alma.


Hay varias posibles “malas historias”:
a) El abandono, la ausencia o la indiferencia de la madre en forma permanente.
b) La competencia constante con la hija.
c) La intromisión constante en la vida de la hija.
d) Los vínculos “vampíricos” donde la madre vive a expensas de la hija.
e) La descalificación.


El abandono, la ausencia o la indiferencia de la madre en forma permanente, el olvido de sus obligaciones o el descuido impiden que se dé la “simbiosis” natural de la hija con la madre; es decir, el vínculo de intimidad, de confianza básica, de desvanecimiento de los límites personales en las primeras etapas del desarrollo humano. Gracias a ella, existe posteriormente diferenciación e individualización.



Si no hay madre (real o sustituta), esa experiencia de ser amados incondicionalmente, de ser uno con otro, no existe y luego la buscamos de la peor manera, pagando el precio que nos pidan.


La competencia constante con la hija, el compararse siempre con ella y demostrarle que es más inteligente, más deseable o más bella, provocan que se establezca desde la madre una polaridad de buena-mala que prevalece a lo largo de toda la relación, desencadenándose la envidia y los celos entre ambas. Asimilar esta rivalidad y envidia de la madre es difícil, no siempre se hace de forma consciente, pero, al ocupar más espacio que otros aspectos de la vida, tiene indudablemente un efecto destructivo.


La intromisión constante en la vida de la hija se da debido a que la “simbiosis” no se rompe y no se tolera que la hija cuestione o rompa con la forma en que se da la relación. Las consecuencias son el infantilismo crónico, la inmadurez. Es la madre sobre protectora, solícita hasta el aturdimiento, la que todo resuelve, hasta la mínima dificultad, fóbica a todo lo nuevo (amistades, actividades fuera del entorno más cercano, ideas).



Se “desvive” por su hija; no tiene vida propia y por ello vive la de la hija. Por su parte, ésta cree no poder vivir sin la madre, la trae a su casa o vive con ella, es exageradamente miedosa. Paradójicamente, la hija crece y se desarrolla con la desaparición de la madre, o cuando decide expulsarla o relegarla a un rincón de su vida.
Los vínculos “vampíricos” —donde la madre vive a expensas de la hija— pueden darse porque la madre tiene a la hija de rehén escudada en una enfermedad psíquica o somática real o fantaseada.


La capacidad de la hija se magnifica, pues desde muy temprana edad debe hacer frente a grandes problemas y situaciones, hacerse cargo de otros, mantener la organización doméstica, sostener emocionalmente a los padres. Se le culpa ante cada oportunidad de vida independiente con otra persona.Este nivel de exigencia para la hija la priva de vivir su niñez, la convierte en modelo de vida de sacrificio y sobre adaptación, lo que provoca en ella serias afecciones psicosomáticas.



La descalificación, la crítica constante por exigencias desmedidas en diferentes áreas de desempeño, provocadas, la mayor parte de las veces, por la insuficiente valoración personal de la madre que se proyecta en la hija, atrofia la autoestima de la hija, haciéndola sentir insegura, poco valiosa.


Todos estos tipos de relaciones son inalienables; es decir, se dan en mayor o menor medida en el vínculo que se establece entre madre e hija; la intensidad o estereotipia de alguno de los rasgos, en el sentido de no poderlos reconocer y se impida la capacidad de cambio y evolución, hará más o menos saludable la relación.


Las “buenas historias” son aquellas que, pasando por innumerables vicisitudes de amor, aceptación, encuentros y desencuentros, logran crear condiciones de aprendizaje para ambas partes y de confianza en los propios alcances.
Para “maternar” se requiere de una alta capacidad de entrega, de discernimiento entre las propias vivencias y las de los hijos, de conciencia de las diferencias entre éstos y sus distintas necesidades físicas, psicológicas y espirituales.



Y, aun así, se transitará siempre por situaciones donde por un lado estarán los juicios de valor cultural que nos indican cómo se es una buena madre y por el otro nuestra naturaleza humana, nuestros problemas y contradicciones, nuestros sentimientos.


Para bien o para mal es una relación que genera el mayor número por igual de satisfacciones y de problemas. De similar calibre al de padre e hijo, especialmente el primogénito o el primer hijo varón, no tiene la misma connotación que éstas, posiblemente por el hecho de la maternidad: la madre ha tenido a su hija (e hijos) en el vientre y el padre nunca habrá parido a su hijo varón.



También es probable que debido a la educación a través de los siglos, del papel femenino en la sociedad o sociedades, normalmente distinto al rol del hombre, este vínculo madre-hija haya sido además fuente de matriarcados, ha podido ser refugio de estas mujeres, incluso en algunas religiones depende del número de hijas habidas en el matrimonio, cada una tenía asignado un rol en la casa, marcando de esta forma la vida de estas mujeres, posteriormente madres a su vez.


Qué ocurre cuando una mujer (primero como hija) es maltratada o vapuleada de alguna forma en su personalidad? Lo que normalmente sucede es que llegando a acostumbrarse mejor o peor a este trato, lo soporta en el resto de sus relaciones. Esta predisposición se traspasa de madres a hijas, y a su vez, de la hija a la nieta y así durante generaciones.




Por ello es fundamental el papel de la madre con respecto a la hija. La hija por muy estrecha que sea la relación con su madre, atravesará siempre un momento de su vida en que se rebelará, porque es lo que le toca, y no hará en absoluto caso.




Más aún si tiene una influencia, bien sea paterna, del resto de la familia o de sus compañeros, que la animen a 'ignorar' las advertencias de su madre. Es la peor época para una madre porque siente que pierde a sus hijos, y es crucial entender qué está ocurriendo para no perder para siempre su confianza. Hasta que tienen sus propios hijos y vuelven al redil a pedir consejo. Esto es ley de vida. Hasta en el peor de los casos, el mágico hilo que une la mente de una madre a sus hijas es difícil de repetir en otros vínculos familiares.


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Texto de Luisa Futoransky, escritora argentina.

Érase una vez, al menos así comienzan los cuentos… ma-má, una simple sílaba al cuadrado. Y muy atrás en la memoria la primera línea de mi libro escolar, que aseguraba: “Mi mamá me ama”. Así aprendíamos en mi época a leer. Nos educaron para creer que el amor de madre es único y diferente de los otros tipos de amor. No puede equivocarse, dudar, ni ser ambivalente y contradictorio como los otros cariños. Y esto es ilusorio, como buena parte de los dogmas.





La relación madre hija no es muy diferente en Argentina, me cuestiono, de una relación similar en Bélgica, Transilvania o Canadá. Y sin embargo, tal vez sí. Mi país está unificado por la lengua española, llamada castellano en mi juventud, y constituido fundamentalmente por inmigrantes. Eso nos fue configurando las arterias. De generación en generación, en el exilio, las mujeres fueron transmitiendo la fuerza poderosa de la cultura de donde eran oriundas y a través de ella también la presencia no siempre silenciosa de una lengua ausente.


Eco de ello son esas nanas quebradas y roncas, con sus letras y ritmos incomprensibles pero que sin embargo nos adormecen los pesares. La desterrada, la emigrante, llega con unas pocas imágenes fijas; caben en el pañuelo con el que a veces se cubre la cabeza. Está anclada a ese hatillo, su caja fuerte de náufraga. Su tesoro quedó en el fondo de la memoria, pero los cerrojos saltaron o se perdieron en el reino del dolor fundacional.



En un segundo plano, el más poderoso, se apiña un tropel de sensaciones, recuerdos, melodías. Veo por ejemplo a mi propia madre casi adolescente arrojando maíz a las gallinas, peinándose y peinándome largas trenzas… pobre mi madre querida, decía el estribillo de la canción más popular de la época, entonada por Alberto Castillo. Y luego el rito casi cotidiano de plancharme minuciosa con la plancha de carbón las tablitas del delantal de piqué blanco almidonado. Su mano cada vez más firme, mi rebeldía cada vez más manifiesta. Y su victoria cada vez más rotunda, porque la madre de la infancia nunca muere.


Las mujeres de quienes hablo, madres, abuelas y bisabuelas, no correspondían a los presupuestos de un imaginario urbano. Como sobrevivientes que eran debieron agudizar su ingenio en la percepción de lo inmediato. Sin llaves para traducir el nuevo mundo, lo forzaron con ganzúas o, a falta de otra cosa, horquillas para el pelo, cambiadas como ellas de destino. Repoblaron así la vida de nuevos gestos y palabras. Para los hombres el salto fue más fácil: el servicio militar, las tareas del campo y el comercio los integraron mucho más deprisa a los usos, sabores y costumbres del país.


Pertenezco a la generación de los hijos de judíos que vinieron a la Argentina porque entre guerra y guerra y pogrom y pogrom se caían del mapa en barcos, como lo hacen ahora los albaneses, malayos, cubanos o haitianos y antes los vietnamitas, los coreanos, en suma, los náufragos de siempre. Los de una mano atrás y otra adelante, y gracias que hay manos.




El exilio, tantísimo antes de Babel, qué duda cabe, ha sido y es una condena.
Soy resabio de un mundo donde recién se afirmaba la electricidad, un planeta sin televisión, de calles sin asfaltar y barreras infranqueables estigmatizadas por el “De eso no se habla, nena”. “Eso” que incluía las declinaciones del amor y por supuesto el tabú sexual.


En los gineceos de mi infancia, hechos del ronroneo de las máquinas de coser Singer, imperaba la radionovela. En la amargura de los mates se cebaban también esos duelos exagerados, donde las mujeres de mi familia y las vecinas teñían en grandes tinas de zinc con anilina negra la ropa de temporada, para respetar sus lutos rigurosos. Tres largos años de compostura monocroma para pasar luego a los gamas grises del medio luto. Mis mujeres argentinas, incapaces de aceptar demasiadas pérdidas para una sola vida, destilaban en su fuerza aparente una densa melancolía y furia.


A un cuarto de siglo del comienzo de la tragedia que sacudió todos los estamentos de la sociedad argentina, el drama de la filiación continúa sin cicatrizar. La dictadura argentina (1976-1983), con su horroroso tendal de decenas de miles de muertos desaparecidos, arrojó a Europa, a la tierra de sus abuelos, a una generación de jóvenes sobrevivientes atemorizados y desconcertados.


Esa espada es aún filosa en la memoria de los protagonistas del desastre. Su impronta alevosa envenena el aire, tal como en Europa ocurre aún con las nefastas cicatrices dejadas por los latrocinios de la Segunda Guerra Mundial o, más recientemente, en Asia por el genocidio de Camboya o en África por el de Ruanda. En América Latina abundan desgracias que no podrán cerrarse. La conducta ejemplar de Las Madres de Plaza de Mayo, que con su dignidad, furia y valor fueron el paradigma de cómo se puede enfrentar la ferocidad de las dictaduras con armas aparentemente inofensivas como justicia y amor reconforta.


Respecto de la madre propia, la que sentó reales indelebles dentro y fuera de nosotros, pienso que para recuperarla en su valía hay que alejarse. Nada más difícil que dibujar lo más cercano, las líneas de la propia mano. Difícil para ella y para nosotras cortar el vínculo sanguíneo de similitudes y diferencias. De angustias y reproches. Pero nadie nos prometió que alcanzar en la vida la verdadera independencia fuera un camino de rosas...

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“¿Te vas a poner eso?”. Con esta simple pero, a la vez, aguda interrogante si quien la pronuncia es una hija a una madre o viceversa, tituló la lingüista estadounidense Deborah Tanner, una de sus más interesantes investigaciones acerca de la complejidad que reviste la relación entre madre e hija. Un vínculo que ella analizó revisando el discurso marcado por la sutileza que se da en el lenguaje entre ambas mujeres, donde comentarios o gestos que para otros pudieran resultar anodinos, pueden transformarse en una bomba de tiempo que estalle en el momento más inesperado. Y eso por el tipo de dobles interpretaciones que ambas pueden llegar a hacer de lo que se hace o no y se dice o no.



¿Por qué la enrevesada condición de este vínculo? Tal vez por la explicación que da esta lingüista, especializada en discursos de género: porque hay una constante pugna de poder. Un afán de lograr el control de la madre hacia la vida de la hija, para guiarla de acuerdo a lo que cree que es bueno y apropiado para una mujer; mientras la hija, a partir de la adolescencia, intenta conducir su vida a su manera y no de acuerdo a los designios o creencias de la madre.



Dificultoso. Esto da pie a un sinnúmero de desdichadas situaciones entre ambas. Y muchas veces sin motivos aparentes. Es que las razones habrá que buscarlas muy sub terra, tal es lo hondo que pueden alojarse los conflictos entre estas dos mujeres. Como en la siguiente escena, relatada por una madre.


Para el cumpleaños número 30 de su hija Renata, a Verónica (51 años) se le ocurrió hacerle un regalo muy especial. “Le compré una colección de las mejores cremas de belleza que pude encontrar para prevenir la llegada de las primeras arrugas. Era todo muy fino y, por supuesto, carísimo. Estaba dichosa de poder hacerle este regalo tan delicado y de pensar cómo lo iba a disfrutar”. Pero la sorpresa de esta mujer fue tremenda cuando al entregárselo, en medio de una cena familiar, la hija rompió en llanto, lo dejó sobre la mesa e interrumpió el festejo tomando su chaqueta y yéndose con su marido, mientras le decía: “¿Te hace feliz regalarme esto, verdad?”.



Verónica se quedó paralizada, jamás pensó que su obsequio fuera a derivar en una situación semejante. “No te imaginas lo que me dolió que este gesto cariñoso fuera tan malinterpretado. Pensé que por qué me tenía que suceder a mí algo así, cuando sólo deseaba lo mejor para mi hija. Fue una tragedia. A la semana conversamos y ella me contó que había reaccionado así porque pensó que yo, a través del regalo, le estaba “machacando” que se iba a poner vieja. Lo hablé con una sicóloga. Ella me dijo que había algo simbólico, tal vez, que mi hija podía haber leído en ese regalo, que le estaba transmitiendo mi terror a la vejez o algo así. Yo no siento para nada que haya sido eso. Para mí sólo fue un gesto lindo”.

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La tradición cristiana ha idolatrado la relación madre-hijo como una relación basada en el amor, la relación María-Jesús sería paradigmática en ese sentido. Pero también Edipo o la madre de los tangos o…
Pero si nos detenemos un momento, ¿cuántas imágenes o historias conocemos que resalten una relación semejante entre madre e hija?


La historia de Démeter y Perséfone que nos ofrece la mitología griega, tal vez sea la única que subvierte el orden claramente patriarcal en el que se basa esta mitología y nos cuenta otro modo de relación y de lucha.


Deméter-Ceres es hija de Cronos y Rea, hermana de Zeus, cuida los trigales, facilita su germinación y asegura la madurez de los frutos. Personifica, pues, la fertilidad y riqueza de la tierra, y se la considera inventora de la agricultura cerealista (la palabra “cereal” deriva de Ceres). Así, en todos los países de la Grecia antigua, cuya economía se basaba fundamentalmente en el cultivo de cereales, se le rendía culto y se contaban leyendas sobre esta diosa. Pertenece a la tercera generación divina y se presenta como la nueva madre Tierra, pero mucho más próxima y humana.



Deméter es la madre nutricia, no olvidemos que “meter” significa “madre”. Deméter es diosa, pero ante todo es madre. Al concebir a Perséfone-Core, que simboliza el grano, asume el doble papel de madre que da a luz a una criatura y tierra que alimenta la semilla.



En su juventud Démeter tuvo a Core, luego llamada Perséfone, y a Yaco con su hermano Zeus. Su mito está íntimamente ligado al de su hija y ambas constituyen una pareja denominada “las diosas”.
La leyenda comienza con Perséfone recogiendo flores en una pradera de Eleusis (actualmente Elefsina); aunque según otras fuentes puede haber sido en la llanura de Misa. De repente, cuando cortaba un narciso, la tierra se abre a sus pies y surge Hades, su tío, el dios del inframundo, el dios de las tinieblas y de los muertos.


Cuando Hades pidió su anuencia a Zeus para llevarse consigo a Core, el padre de los dioses se muestra cobardemente ambiguo, teme enfrentarse a la madre de la joven, Deméter, pero tampoco quiere disgustar al dios del abismo. De modo que Hades decidió por sí mismo y raptó a la muchacha.


Perséfone grita pidiendo auxilio a su madre… Deméter la oye y corre en su ayuda, pero, al no encontrarla, comienza un largo peregrinaje en seguimiento de su hija. Durante nueve días y nueve noches recorre Deméter el mundo, sin comer, sin beber, errante con una antorcha en cada mano, buscándola desesperada.


Hay varias versiones de cómo Deméter supo qué había pasado con su hija. Sea como sea, cuando sabe la verdad, la cólera de Deméter es tal, que abandona el Olimpo y se niega cumplir sus funciones que eran hacer crecer el trigo, y llenar el mundo de vida. El hambre y la muerte asoló la tierra, y Deméter se enfrentó a Zeus advirtiéndole que aparecía su hija o ni un grano de trigo germinaría.



Como la diosa se niega a hacer fructificar los campos, Zeus intenta convencerla por varios medios de que regrese y fertilice la tierra. Ante el nulo resultado de sus intentos, Zeus cede y envía a Hermes a hablar con Hades con la orden de que devuelva a Perséfone.


Hades aparentemente accede pero engañosamente hace probar a la muchacha la comida de los muertos, un grano de granada lo que le imposibilita regresar al Olimpo definitivamente.


Se acordó entonces una solución de compromiso. Para contentar a Deméter, Zeus, que se sentía responsable de la suerte de su hija, dictaminó que a partir de aquel momento, la muchacha pasase tres meses junto a su esposo en el Tártaro y el resto de los meses del año con su madre entre los vivos. Cuando Perséfone permanece junto a su esposo, es la estación invernal y el suelo queda estéril; cuando la joven sube al Olimpo, los tallos verdes la acompañan y comienza la primavera.


Con el transcurso de los siglos, las atribuciones de Deméter se fueron multiplicando. Sus atributos son la espiga, el narciso y la adormidera. Se la representa coronada con espigas, sentada y llevando en la mano una antorcha o una serpiente.


Ambas diosas fueron honradas como las principales divinidades de la abundancia y de la fertilidad, y por los agricultores que celebraban, en la época de la cosecha, fiestas como las Tesmoforias y las Eleusinias.


La separación de la madre Démeter es un resumen perfecto de del origen de los conflictos entre madre e hija. Perséfone, la hija quiere tener responsabilidades, buscar el sexo y el amor verdadero lejos de la madre en el inframundo de la vida.



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Adriana Lestido, fotógrafa argentina. Autora de “Madres e hijas”, Editorial La Azotea, Buenos Aires. Al que pertenecen las fotografías en blanco y negro de este post.


Desnudas en su angustia, en ese sentimiento contradictorio y prohibido para las madres abnegadas que sonríen en su día. Madres e hijas. También como cuerpos sexuados que aprenden el erotismo en esas primeras caricias. Mujeres que aprenden entre ellas el meollo de su identidad.

P. ¿Cuáles son las relaciones de amor más complicadas que ha retratado?

R. Madres e hijas: es de los vínculos humanos más complejos e intensos que hay. Siempre me ha obsesionado el tema, cómo cada mujer está marcada por la relación con su madre. Es la relación que más posibilidades de identificación tiene. Una mujer naciendo de una mujer, cuyo primer objeto de amor es una mujer. Y, sin embargo, creo que es la más limitada.

P. ¿Por qué?

R. Por la paradoja de amor y odio, competencia y simbiosis. Creo que es donde el amor enfrenta su mayor dificultad. Igual es generalizar, porque existen relaciones madre e hija muy livianas, como también las hay muy terribles entre padre e hijo. Pero, más allá de sus características particulares, lo que me preguntaba era: ¿cómo puede ser que una relación que tiene tantas posibilidades de identificación tenga tantas limitaciones? Y creo que es por la gran identificación inherente a la relación, que dificulta a la hija encontrar su propia identidad.

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