lunes, 20 de diciembre de 2010



Intensidad es una palabra clave para aproximarse al misterio vital de Sylvia Plath. Boston, 27 de Octubre de 1932 - Londres, 11 de Febrero de 1963


Un misterio que comienza en su infancia, acunada por el juego y el aprendizaje, los cuidados de sus austeros y responsables padre y madre, y por su carácter fantasioso, explosivo y de risa fácil. Ya de niña, Plath ama su libertad tanto como detesta la imposición de modelos que no le interesan. Siendo púber dará rienda suelta a su humor excéntrico y punzante, transformándose en la favorita de sus compañeros y compañeras de escuela.


Ya adolescente, obsesionada por cosas nimias que exacerban su temprano perfeccionismo, enfrentará las exigencias del Smith College blindándose en la simulación y en un sentido del humor lapidario. En cada etapa de su vida manifiesta la voraz capacidad para gozar de la vida que la caracterizó. Luce un estilo informal y también viste impecable la moda de los 50 para entrevistar a la escritora Elizabeth Bowen para la revista Mademoiselle, donde es redactora, o para recibir un premio literario de manos de la poeta Marianne Moore. Con férrea voluntad cumplirá los planes que elabora sobre su vocación: conseguir becas para estudiar y viajar por Europa, escribir libros de poesía (desde los 8 años envía poemas a revistas especializadas), ser profesora de literatura o directora de alguna revista. Luego añadirá ser poeta y madre a la vez.



Fue una morbosa amante de la perfección y una infatigable buscadora de la concentración poética. Acumuló becas, reconocimientos académicos y literarios, su nombre como poeta adquiere cierta trascendencia y en los círculos literarios que frecuenta es valorada como una creadora inteligente y original. Ya desde el bachillerato se revuelve feroz ante los comentarios o personas que amenazen el escenario en el que se promete brillar sin competencia; tarde o temprano los impertinentes caen bajo la trituradora de sus versos y, allí, son diseccionados con fruición.



Escribe en su Diario: Agosto de 1950, a los 18 años: “Es difícil escribir sobre algunas cosas. Al contar lo que te ha sucedido lo dramatizas en exceso o le quitas importancia, exageras lo insignificante u omites lo principal. El resultado es que nunca escribes como querías hacerlo. Tengo que anotar lo que me ha pasado esta tarde. A mi madre no se lo puedo contar; no en este momento, al menos. La he encontrado en mi cuarto cuando he vuelto a casa, ocupada con mi ropa, y ni siquiera ha intuido que me había pasado algo. Se ha limitado a reñirme una vez más y a seguir hablando por los codos. Y no he podido callarla para contárselo. De manera que, salga como salga, tengo que escribirlo.” Típica incomodidad adolescente con una salvedad: la confianza en que la escritura crea la realidad.





En su existencia adulta, de alguna manera el suicidio estuvo siempre: como un flirteo letal, como un vago refugio ante la incertidumbre, como especulación poética, como el frío opuesto de su fogoso carácter. Diario, Noviembre de 1952, 20 años, próxima a egresar del Smith College, un año antes de su depresión nerviosa, intento de suicidio y posterior internación: “Cielos, si alguna vez he estado cerca de querer suicidarme, es ahora, con la débil sangre insomne arrastrándoseme por las venas, y el aire espeso y gris de lluvia y los malditos hombrecillos al otro lado de la calle golpeando el techo con picos y hachas y escoplos, y el acre hedor demoníaco del alquitrán. He vuelto a caer otra vez en la cama esta mañana, suplicando que me llegara el sueño, refugiándome en la huida oscura, cálida y maloliente que me aleja de la acción, de la responsabilidad. No me ha servido de nada. [ ] Mi mundo se deshace, se desmorona, “el centro no sostiene”. No hay una fuerza que integre, tan sólo el miedo esencial, el puro instinto de conservación.[ ]”.




Y siempre en la vida de Sylvia, niña, estudiante, poeta, trabajadora, madre o esposa, estuvo la exigencia: “[ ] Tengo miedo. No soy maciza, sino que estoy hueca. Detrás de los ojos siento una caverna entumecida, paralizada, un pozo infernal, una nada que es pura imitación. No he pensado nunca, ni he escrito, ni he sufrido. Quiero matarme, escapar a toda responsabilidad, volver, arrastrándome abyectamente, al claustro materno. No sé quién soy no a dónde voy, y soy yo quien tiene que contestar a esas horribles preguntas. [ ]” (1952).





Todos los textos de Sylvia Plath son leídos hoy bajo el cristal de su dramático suicidio. “Límite”, escrito en la víspera del suicidio, es un poema imposible de ser leído sin relacionarlo con sus últimas horas.

La mujer alcanzó la perfección.


Su cuerpo muerto muestra la sonrisa de realización,
la apariencia de una necesidad griega
fluye por los pergaminos de su toga,
sus pies desnudos parecen decir,
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Los niños muertos, ovillados, blancas serpientes,
uno a cada pequeña jarra de leche ahora vacía.
Ella los ha plegado de nuevo hacia su cuerpo;
así los pétalos de una rosa cerrada,
cuando el jardín se envara
y los olores sangran de las dulces gargantas
profundas de la flor de la noche.
La luna no tiene por qué entristecerse,
mirando con fijeza desde su capucha de hueso.
Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crepitan y se arrastran.






El suicidio real sucede a sus 30 años, en 1963, en un modesto piso de alquiler en Londres mientras sus hijos, Nicholas, de un año, y Frieda, de dos, duermen. Plath dejó pan y leche para la niña y el niño y selló la habitación para que el gas no llegara a las criaturas, que resultaron ilesas. La tragedia estaba anunciada. Y preanunciada, en una entrada del Diario en 1957: “El no ser perfecta, me hiere”, escribió.



Ted Hughes, poeta laureado, representante del bardo británico desde su juventud, marido, devino tutor literario de la obra de su esposa suicidada. Corrigió y editó dicho material e hizo desaparecer el último volumen del diario íntimo de Sylvia, en el que la poeta hablaba sobre su etapa final.



De los Diarios de Plath faltan dos cuadernos: uno fue eliminado por Hughes, que justificó la acción diciendo que "el olvido es una condición de la sobrevivencia", del otro sólo informó que había desaparecido. Mantuvo absoluto silencio sobre la vida de ambos mientras era señalado como responsable directo de la muerte de la poeta.



En 1950, un momento de su vida en el que aparece la tensión entre la fascinación y el miedo que le produce lo sexual, empieza a llevar sistemáticamente un diario, escribe sobre el significado de ser escritora, las dudas y entusiasmos que el oficio le suscita, muchas son las justificaciones en las que se deshace por tomar de la vida real a personas y hechos que deforma literariamente, la culpabilidad impregna muchas de las reflexiones de Sylvia.




En el Diario habla un Sylvia insegura, muy lejana de la imagen de joven que tiene todo bajo control que ofrece hacia afuera. Se muestra totalmente sincera, y observa con ironía y lucidez el panorama emocional de sus 18 años: [las citas] “este juego de la búsqueda de pareja, de prueba y tanteo”; “el fuerte olor a virilidad que crea el medio ideal para que yo viva en él”; “Me han imbuido demasiada conciencia y no podría quebrantar las normas sin consecuencias desastrosas; sólo puedo apoyarme con envidia en la barrera y odiar, odiar, odiar, a los chicos que dan rienda suelta a su deseo sexual… y siguen siendo íntegros, mientras que yo me arrastro de cita en cita, desbordando deseo, siempre insatisfecha. Todo esto me pone mala.”



Signada por el universo Dorys Day, retrata cabalmente las reglas del juego: “La virgen americana, vestida para seducir… Salimos con chicos, pasamos el rato y, si somos buenas chicas, en determinado momento, ponemos reparos”.





La mítica figura poética de Sylvia Plath, el transcurso vital de Sylvia, el crecimiento de Sivvy, han contribuido grandemente a repensar la identidad de las mujeres al advertir sobre la lucha secreta, anónima, que emprende una mujer por liberarse de clichés sobre lo femenino, y decir su palabra propia. En sus Diarios la encontramos sin doble discurso, sincera hasta la incomodidad: la escritora que dice con fuerza y honestidad su condición de mujer silenciada. Es inquietante y doloroso leer su palabra tensa soportando la incerteza de su vida, las páginas de su diario son una biografía sin edulcorantes.




Diario, jueves noche, 5 de noviembre de 1957: "Tengo una lucha interior que no quiere ser derrotada por un lema o la resolución de una noche. Mi demonio de la negación quiere tentarme día a día, y tengo que luchar con él, como algo distinto a mi yo esencial, que lucho por salvar: cada día debo tener algo que recomendarle: el honesto deleite de mirar el rápido y peludo cuerpo de una ardilla o sentir profundamente, el clima y el color, o leer y pensar en algo a una luz distinta: una buena explicación o 5 minutos en clase para redimir 45 malos. Minuto tras minuto luchando hacia arriba. Fuera de la sombra de esa nube negra que quiere aniquilar mi ser entero con su demanda de perfección y medida, no de lo que yo soy, sino de lo que no soy. Yo soy como soy y escribo, vivo y viajo: He tenido el valor que he ganado, pero debo trabajar para tener más valor. No quiero hacerme más ilusiones."




Pocos meses antes, el 17 de julio de 1957, escribe en su diario otra frase absoluta: "Escribiré hasta que empiece a escribir sobre mi yo verdadero". Esta declaración la muestra sincera, valiente, lúcida ante su sufrimiento existencial, mirando de frente, sin maquillaje, su realidad.[






fuente: Liliana Costa Staksrud

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